El primer día esperó. El segundo día... esperó. No podía actuar, no se decidía a reaccionar. Más bien no quería. Pero no lograba soportarlo. Por las noches, en la cama, no apartaba sus ojos del teléfono. Y allí estaba inmóvil, silencioso. Sin vibrar, sin mediar temblor.
Pasaba más tiempo y nada. Ni una llamada, ni un mensaje. ¿Me ha olvidado? Pasaba del sol a la luna como un espectro, la esperanza arrasada, la ilusión destruida.
Finalmente tomó una decisión. Marchó al Parque del Oeste, donde a menudo se reúnen los Latin. Allí los halló: sabían que no existían. Y cometiendo un destrozo tras otro le golpeaban su odio al mundo en que no estaban. Gente de todos los países y de ninguno, con la vida deshecha, con el alma podrida.
Se acercó a ellos sin flaquear, sin vacilar. Estaban reunidos en torno a un banco y adorando a unas botellas. Entonces no sentía miedo, con el corazón roto, con la angustia en la boca.
- Me cago en vuestras madres. - fue lo que les dijo.
Todos se levantaron al punto y le empezaron a rodear. Una vez le tenían cercado, agitando los hombros, sacudiendo las manos, respondieron:
- La jodiste bien.
Le empujaban, sacudiéndole del uno al otro. Y él miraba a los árboles y a sus caras pero nada veía, sólo todo blanco y en el medio una figura, que nunca volvía, que nunca volvía.
- Canallas. - insistió.
Y ellos sacaron sus armas: cuchillos dentados, bates de béisbol, mosquetones y cadenas y el que nada tenía rompió una botella para llenarse la mano. Los cristales rotos como la esperanza de recibir una llamada, una sonrisa, sus brazos y sus pechos, su boca en sus labios. Con las venas vacías, con el sueño quebrado.
- Te la cargaste, gilipollas.
Y entonces los primeros golpes: puñetazos y patadas y una estaca en sus hombros. Al suelo, de rodillas.
- ¡De rodillas! - la orden.
Y luego más golpes, más sangre, botas y bates en su cuerpo y las primeras puñaladas: en el costado, en la espalda, en la tripa. Pero él no tenía miedo, aunque sentía dolor.
- ¿Por qué te ríes, subnormal?
Sangre, y todo se volvía rojo. Y en el centro la misma figura - maldita figura -: ¿por qué te fuiste? ¿Por qué no has vuelto? ¿Por qué has desaparecido de mi vida? ¿Por qué me mataste con tu ausencia?
- Por eso no puedo tener miedo - pero esto no lo dijo, lo pensó.
Ellos pararon cuando creían que ya no respiraba. En sus últimos momentos no podía dejar de reír y celebrar, y de no ser porque la sangre le llenaba la boca hubiera querido abrazar y dar las gracias a aquellos criminales. Después de todo nunca hubiera tenido valor para quitarse la vida a sí mismo.