25.1.11

El teléfono y la noche

Antón estaba molesto en la vieja casa. Era fría, incómoda y difícil de mantener. Además, pasaba temporadas tan largas en la ciudad, con sus hijos, que había llegado a desacostumbrarse un poco a ella. Cada vez más tenía ganas de mudarse definitivamente, pero era algo que su mujer y él no terminaban de decidir.

Pero si había algo que en aquellos momentos irritaba a Antón era estar solo en la vieja casa. No es que fuese una persona miedosa, pero aquellos ruiditos constantes y el rumor del aire en los fríos corredores le ponía nervioso. Nervioso, sólo eso. No tenía miedo, simplemente no estaba a gusto. No estaba cómodo, nada más.

No le había hecho ninguna gracia que su mujer tuviese que ir a la ciudad. Había nacido su primer nieto y él de buena gana la habría acompañado. Pronto se prejubilaría, pero de momento tenía que trabajar. De lo contrario no se hubiese quedado allí solo; y era algo que no iba a decir en público, aunque no fuese el miedo lo que le diese ganas de marchar sino el deseo de conocer a su nietecito. Tendría oportunidad en cuanto llegase el viernes, pensaba.

Mientras tanto pasaba las horas muertas en el salón de abajo. Daba a la calle y era la habitación mejor acondicionada del caserón. Tenía las paredes recién pintadas, alfombra e incluso algunos radiadores eléctricos, además de televisión. El resto del edificio estaba en peores condiciones: una humedad aquí, un trozo de yeso caído allá, una madera podrida en el techo... un largo etcétera que siempre se agrandaba para irritar más a Antón.

Se quedaba allí viendo la tele hasta que le adormecía el sofá y, de mala gana, se iba a dormir al frío dormitorio, en la chirriante cama de muelles. Una noche como otra cualquiera creía estar dormitando cuando sonó el teléfono móvil. ¿Quién llama a estas horas?, pensó. Las doce menos cuarto, según el reloj del vídeo.

Por un momento tuvo ganas de ignorar el timbre, pero luego pensó que podían ser su mujer o su hijo necesitando o algo o teniendo noticias. Resignado, se levantó cansadamente del mullido sofá. Le dolían las rodillas.

Al abrir la puerta ésta se quejó con un sonoro crujido que se escuchó en los cuatro costados de la casa. Fuera, en el pasillo, estaba oscuro y aire tan gélido como una caverna. El ambiente estaba caldeado en el saloncito pero el resto de las habitaciones no tenían calefacción ni estaban ocupadas, ahora que todos sus hijos vivían fuera y en esos días ni siquiera su mujer trajinaba de aquí para allá.

Prisoso, Antón empezó a recorrer las habitaciones, echando rápidos vistazos, en busca del dichoso teléfono. ¿Se podía saber dónde sonaba? La situación le incordiaba; era una de aquellas casas antiguas en que un pequeño pasillo se desfloraba en pequeñas celdas y, para llegar a cada cuarto, había que atravesar antes el anterior. Un verdadero engorro.

Finalmente subió las empinadas y estrechas escaleras para llegar a la más recóndita estancia de toda la casa, el dormitorio de su hija, más allá de varios cuartillos y antesalas. Casi se sintió nostálgico cuando llegó allí: hacía muchísimo que no pasaba. La habitación seguía como siempre, con las cuatro paredes casi desnudas, sin ventanas a ningún sitio, y adornadas tan sólo por un par de cuadros de vírgenes y santas. Las muñecas de porcelana que vestía su hija de pequeña aún estaban ahí, cogiendo polvo en los anaqueles.

Suspiró al ver todo aquello y se cruzó de brazos: el móvil, donde quisiera que estuviera, había dejado de sonar. Miró por encima y decidió volver a ver la tele un rato, pensando que si era importante volverían a llamar.

Pero casi había salido de la habitación cuando el teléfono se encendió de nuevo. La conocida y odiosa musiquilla resonando y la vibración, como de insecto, retumbando en medio de la cama. Estaba claro que se lo había dejado allí su mujer, pero, ¿cuándo?

Levantó unos almohadones y tomó el aparato. Ni siquiera se molestó en leer el número, a pesar de que le resultó curioso que la llamada fuese desconocida. "Espero que no sea el teléfono del hospital", pensó, temiendo que ocurriese algo malo. Se iba a llevar el celular a la oreja cuando un clac partió el aire y se apagaron de repente todas las luces.

Habían saltado los fusibles. Estaba claro: la antiquísima instalación eléctrica, medio podrida, habría sufrido algún cortocircuito al encenderse la vieja y carcomida bombilla de aquella polvorienta habitación. Aun así se llevó un susto, ¡qué tontería! ¿Por qué iba a ponerse nervioso? ¿Por estar en lo más profundo del caserón rodeado de tinieblas? Aquello sin duda daba miedo, por supuesto: si eras un niño. Pero se trataba de un hombre adulto a punto de prejubilarse. Se avergonzó por haberse sobresaltado.

Detuvo el primordial impulso de bajar a reponer los fusibles al recordarle el móvil, temblando en su mano, que alguien llamaba. Y trató de no decirse a sí mismo que el escuchar una voz humana le aliviaría el peso de la oscuridad. Trató de no confesarse que le asustaba verse separado de la calle por los largos metros de negruras y de sombras.

Luego volvió a mirar la cifra: uno de aquellos largos y desconocidos números extranjeros o de centralita. Miró también la hora: doce y diez. ¿Quién llamaba a las tantas de la noche, un miércoles, justo en el momento en que saltaban las luces de una vieja casa?

Abrió la tapa del teléfono. Tragó saliva y se puso el aparato en la oreja. No hablaba nadie, nada se escuchaba, pero sin embargo sentía una presencia al otro lado.

Le latía el corazón violentamente cuando, mientras notaba que una voz se acercaba desde lejos, preguntó con lentitud:

- ¿Quién es?

6 comentarios:

  1. Genial. Me encanta. Muy bueno ;] Gracias a ti ahora tendré que apagar el móvil de noche >o<

    Saludos.

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  2. Me alegro de que el cuento tenga su efecto. :)

    Saludos.

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  3. Pedazo atmósfera la que has creado en éste... Eso sí, el final abierto me ha dejado con ganas de más! XD Besos!!

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  4. Muchas gracias. :) El final... la espina de siempre. :/

    Besos.

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  5. No, si no me refiero a que el final sea malo, sino que ha sido una de "no puede dejarlo ahí! ¿Qué pasa después? ¿Se lo carga?" XD Has hecho que termine justo en su punto álgido... Vamos, que me has creado una intriga de tres pares de narices XD

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  6. No... decía lo de la espina porque el final siempre es lo más difícil. A veces tienes que dejar un final abierto porque no eres capaz de crear un final a la altura de la tensión de la historia. Crear grandes finales - un final redondo como quien dice - es propio sólo de genios tipo Orwell o Poe. Y yo como que no les llego ni a las suelas, y eso...

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Háblame.