5.11.07

[odio al aire]

Odiar y temer a la vida es algo normal en el ser humano. Hemos creado sociedades y culturas que nos arropan y protegen. Se han diseñado tecnologías que nos alejan de la parte animal de nuestro ser. Pero no hemos llegado a librarnos de nuestro propio cuerpo, de nuestra carne inestable y la mente turbulenta, producto de reacciones químicas que aún no comprendemos. No hemos desterrado de la realidad humana la región salvaje de la naturaleza y el instinto, que traducimos en forma de emociones.

El tiempo pasa, nosotros convertidos en un catamarán frágil, azotado por el viento oceánico. Las situaciones se suceden, y nuestra mente es golpeada repetidas veces por acontecimientos que escapan a nuestro control, y que nuestro cerebro descodifica a través de una reacción biológica llamada sufrimiento. La traición de un ser querido, el infierno de la impotencia en asuntos del corazón. Los celos salvajes y justificados, la humillación sentimental o el terrible peso de la culpa. También el miedo al paso de los días, a la vejez y a la muerte, a la violencia potencial, a la pérdida de los nuestros o de los bienes materiales. Miedo a la enfermedad, a la ruptura, al ridículo. Todo ello mensajes procedentes del entorno, ajeno a nosotros, abrupto y enorme, inabarcable; mensajes que nos llegan encriptados y que nuestro cerebro revela en forma de dolor, asimilado por ese espacio indeterminado de las emociones, que no es ni carne ni éter. Quizá impulsos eléctricos físicos, quizá efervescencias químicas, quizá místicos movimientos espirituales. Sea lo que fuere, lo vivimos como una tortura.

Mayor impacto nos provoca aún, si cabe, el recuerdo. La vida se compone de un largo vacío, un espacio en blanco de rutina y normalidad soportable; salpican a esta monotonía los puntuales momentos de sufrimiento y felicidad. Ambos tienen su explicación animal. El gato aprende a no acercarse al agua, porque le asquea e incomoda, sensaciones ficticias que su cerebro creó para alejarle del peligro de ahogo accidental. Así nuestra materia gris nos atiza con violentos reveses que achacamos al corazón, guardándonos de todo tipo de riesgos. También los momentos de alegría tienen su sentido: pequeños caramelos que nos animan a seguir adelante, aunque sepamos en el fondo la verdad de la vida, de su futilidad, de su sinsentido, de su absurdo.

Y para esto están los recuerdos. Los buenos, para mantenernos en pie. Una taza de arroz, suficiente para no desfallecer y continuar el trabajo. La ternura de una noche abrazados, la excitación de un polvo salvaje, la fraternidad de unas risas entre amigos... La reminiscencia de la felicidad pasada nos empuja, a través del deseo de su repetición, a buscarla de nuevo y de esta forma cumplir las funciones de nuestra existencia: relación y reproducción.

Pero ah, amigo, no olvidemos los recuerdos malos. Un momento de agonía en forma de crueles besos presenciados, la ruptura con el ser querido, la pérdida de aquella diosa, puta inolvidable, la imagen de un tortazo, una bronca o una borrachera mal llevada, el accidente de tráfico, la muerte que a todos nos espera y que ya alcanzó a un amigo íntimo...

Malos recuerdos. Malos recuerdos que se entremezclan y forman una pastosa sustancia. Culpa y vergüenza, los más. Miedo el resto. Todos ellos unidos para crear una sola cosa: odio. Odio a uno mismo y al aire que nos mantiene vivos, cuando en verdad deseamos sólo hacer aquello para lo que nacimos: morir.

1 comentario:

  1. ¿Cuánto tiempo lleva descubrir que todo es una ilusión, una invención del yo?
    Las nubes van y vienen,
    la montaña permanece.(haiku)

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